Visualmente es una chulada, eso no se puede negar. El suburbio californiano de West Compton, a principios de los años cincuenta en el que la familia Emory se enfrentará al racismo de la comunidad perfectamente blanca que vive ahí, y a una fuerza sobrenatural que habita la tierra (muy al estilo Stephen King), será el escenario principal de la historia.
El terror vendrá no solo de los vecinos, sino de eso otro que alimenta los miedos e inseguridades que cada uno de los miembros de la familia carga como un estigma racial: el esclavo resentido que desea matar a su patrón y sabe que jamás saldrá de un ciclo de abusos, la chica blanca que se convierte en un ideal de belleza que invita a rechazar la propia piel y la herencia materna, la rígida educación blanca representada en una maestra de modales y por supuesto, un predicador blanco que hace sentir a la madre (quien en realidad es la protagonista de esta historia) como una «negra loca», incapaz de lidiar con su propio dolor (que la neta es mucho, esta pobre mujer no se debería llamar Lucky bajo ningún concepto, pero ahí está la ironía).
Desde el plan de vender hipotecas impagables a negros en barrios blancos para así recuperar eventualmente las propiedades y volver a venderlas, hasta el clásico: «si una mujer blanca desaparece el responsable sólo puede ser el negro de enfrente», los abusos no dejan de representar situaciones reales que colocan al espectador ahora sí que «en la piel» de estos personajes.
Si Jordan Peele hizo escuela en el terror afroamericano con Get Out y Us, el realizador Little Marvin continúa por esta línea y no tiene ningún miramiento en mostrar toda la violencia física y psicológica del racismo como el peor cuento de terror que han vivido generaciones. Mi único pero, y perdonen pero sí tengo un pero, es que le hace falta algo de humor y descanso: el dolor es tanto y tan constante y hay tanta necesidad de cubrir todos los aspectos del racismo que de pronto puede caer en el melodrama.
El cuidado que tienen los primeros episodios en el manejo de la temporalidad (todo ocurre en 10 días) se les va de las manos en el tercer acto de la temporada cuando se mete, de manera super forzada, una violencia más: la psiquiátrica.
De cualquier manera, igual vale la pena verla, bien preparados para sufrir episodio a episodio y terminar bastante incómodos porque sí: también nos enfrenta con nuestros racismo, amigos. Es que no nos gusta admitir pero ahí está bien guardadito y sale a relucir cuando Yalitza Aparicio sale de conductora en algún programa o cuando cruzamos la calzada.
No es una serie perfecta y sí, está planeada una segunda temporada, pero al menos tiene una voz de autor, una propuesta y muchas preguntas que hacerle al espectador.