De pequeño por poco y me quedo fuera de la primaria. Es decir, casi no entro a la primaria a la que mis padres querían que entrara. Todo por un lápiz. En mi mundo todo era bueno, no me pasaba por la cabeza que tomar un lápiz de forma inadecuada a la hora de escribir pudiera ser un factor decisivo para evaluarme.
Y es que sucede que había un mundo de alguna manera ajeno a las enseñanzas de mis padres, un poco obscuro, en el que mi papá conocía al Padre director de la escuela. Pero la palanca se acabó cuando se le ocurrió morirse. Así que en la época en la que yo ya sabía escribir y leer mucho más eficientemente que la mayoría de mis compañeros, fui rechazado por un lapicito.
Pero fue gracias a mi hermanito, un año más pequeño que yo, que además ya había entrado al Colegio desde pre-primaria, que logré unirme a los maristas. ¿Para qué tener a los miembros de una familia en diferentes escuelas?, además yo ya había aprendido a escribir “bien” gracias al corrector triangular de plástico.
Recuerdo los primeros días, (obviamente para ellos ya eran sus segundos pues entré tarde), niños llorando a mi alrededor porque sus mamás se iban, nunca los entendí. Yo lloré apenas una o dos veces, me tenían sin cuidado. Mi mundo era estudiar, poner atención, pararme derechito (los demás comenzaron a imitar mi cara erguida casi viendo al techo). Todo era bueno, lleno de valores.
Incluso recuerdo cuando quise quedarme en el salón y le pregunté a la maestra que a dónde iban los demás. Eso fue en primero de primaria, cuando me respondió: van al recreo, a divertirse. Ahí fue cuando un nuevo mundo comenzó a abrirse ante mis ojos.
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