Llegamos en barco. Aunque, pensándolo bien, llamarle barco era exagerado. Apenas un pedazo de origami remojado era en lo que veníamos zarpando. Una pequeña imperfección en el óleo marino, una olita que decidió revelarse y reventarse súbitamente, un grano de pus en la cara de una hermosa fémina, apenas una burbuja de shampoo en la bañera.
Entramos a una gran cueva que, de tan asfixiantemente alta, hacía que los demás navíos parecieran a su vez pequeños origamis. Todos los barcos eran viejos estacionamientos. La mitad dentro del agua, la mitad a flote. Eran más metal que nada. Sus superficies cubiertas por aceite, hacían imposible caminar sobre la borda. Además, para colmo, estaban inclinados, como estancados, como si el hijo de Neptuno los hubiese tomado y enterrado uno por uno por sus proas. El no jugaba a los carritos, sino a los barquitos, enterrándolos tras la batalla vecinal en el fango aceitoso.
“Hundidos”. Así se llama el tercer barco, todo el grupo fuimos bajando como mineros y yo no entendía nada, simplemente estaba perplejo, las pesadas cadenas se deslizaban por la proa, y el roce de un gran contrapeso evitaba que cayéramos a lo más profundo. Ahí estaba el minero-herrero-tatuador conocido como “Barbas”. Barbas más pesadas por el líquido aceitoso que por su longitud. De pronto comenzó a calentar la máquina a golpes, como una bestia, su razón de existir eran esos pocos segundos de ajetreo demencial.
Alondra suspiró. Había llegado el momento, así que deslizando su pierna por debajo del aparato al rojo vivo, eligió su nuevo tatuaje. Cubrieron sus mulsos con el líquido espeso que lo inundaba todo y el minero se abalanzó a un contrapeso para hacer presión. ¡Le estaba quemando la carne viva!
-¿Te duele? – Atónito le pregunté.
-No… De hecho se siente sabroso. – Se sonrojó un poco mientras aflojaba el cuerpo.
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