La sala se quedó calladita, calladita. Sabían los muebles rojos ahora blancos del susto, que el dueño llegaba. Y si el dueño llegaba eso era malo. La tranquilidad estaba por terminar para la pareja de empleados que se encontraba sentada en el viejo más largo y sabio mueble. El viaje de negocios del dueño había salido mal, por lo que regresó antes de lo planeado.
Lo malo, no es que regresara antes de lo planeado, lo malo es que no avisara. El hecho de que tuviera un dolor de cabeza inexplicable aunado a su habitual malhumorado estado de ánimo, le agregaba bastante interés al asunto. Las manos del joven empleado, inexperto, comenzaron a sudar. Y se supone que las manos de ese joven inexperto nunca habían sudado.
Los muebles comenzaron a brincar. Primero el más pequeñito que recobraba su tono rosado, sin pensarlo pues casi ni hacía ruido, se escabulló por el pasillo. Le siguió el joven mueble, un poco más maduro, un poco más sigiloso.
Lograron formar entre los dos una especie de vestíbulo. El dueño los miró con rareza, tan vacíos como siempre, muebles como siempre y contestó su celular. Poco le importó saber si se escuchaban sus malas palabras, al fin y al cabo los empleados eran eso. Simples empleados a quienes en el fondo sabía que si gritaba impondría un equilibrio de orden. Los muebles realmente eran invisibles para él.
El dueño intentó asomarse más allá de la ahora barrera vestíbulo, pero le fue imposible. Los jóvenes junto al imposible de esconder sabio mueble se salvaron por un pelo. El dueño contestó de nuevo el celular atendiendo ahora amablemente una llamada urgente de su agente de negocios: El dueño se marchaba de viaje de nuevo.
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