No es que dude de su capacidad para identificar figuras geométricas, pero pues no era un perfecto círculo. Su forma era podría decirse que circular para que me entiendan. Así la vi sobre mi mesa plastificada. Desprendida, la última pieza del rompecabezas color peperami, el cuál nunca probé, ya no estaba ahí, para agilizar un poco el proceso de sanado de mi piel.
En realidad no se desprendía, sino que estuve jugando con él hasta arrancarlo. Antes de él a sus vecinos más pequeños que me causaban cierto repudio, extrañamente casi nada de comezón. Coloqué bastante crema con la teoría de que al humectar con generosidad podría deshacerme de los pedacitos más muertos que de costumbre de capa superficial. Comencé a humectar la piel. Vamos, ni exageren, ni quedaron manchas de esa caída tan superficial.
Recuerdo que la sangre era muy obscura, y no por cuenta propia. Fue mi madre quien apuntando hacia la herida lo afirmó. “Mira tienes la sangre muy obscura”. Antes de eso casi chorreaba de mi brazo al ir conduciendo del parque hacia mi casa.
Nadie me vio tirado. Vi el cielo, sentí mi espalda empapada y llena de lodo y el coraje de recordar la advertencia recuerdo que opacó la caída. El pasto resultó ser una trampa para mi otro pié, el primero la esquivó pero no tuvo tiempo para avisarle a su compañero.
Grave error. Había tomado, por no empapar mis tenis en el charquiento pavimento, la decisión de irme por el pasto.
Y es que ya me había despedido de mi compañero de trote, debido a su gran velocidad, cuando decidí dejarlo atrás y que me alcanzara en la meta.
Comenzamos a trotar, nos importó poco la lluvia así que calentamos.
Estaba apenas chispeando. “Te vas a caer, está lloviendo.”
Deja un comentario