Después de leer el texto Mi momento Walter White por Karla Godínez, recordé que cada cierto tiempo me daban migrañas muy fuertes. Encandilado, con las manos entumidas, sin poder hablar y vomitando todo lo que entrara a mi estómago decidí que no quería tener migrañas nunca más.
No creo en muchas cosas, pero estoy convencido de que la mayoría de las enfermedades pasan por algo. Estoy convencido de que dejé de tener migrañas tan solo porque así lo decidí.
Me pasó que fui aprendiendo a detectar las diferentes etapas. Primero, encandilado, aceptaba mi derrota ante la enfermedad: “ya valí madre, no se me va a quitar, ya me dió otra vez.”
El miedo me invadía. La sensación de no poder salir era una pesadilla.
Identifiqué qué la disparaba, en mi caso era cuando salía a la luz del receso, todo era muy rápido. Antes de que pudiera controlarme ya tenía las manos entumidas, luego la lengua.
Después de que varios amigos ya sabían que era propenso, descubrí que podía hablarles en inglés. Por alguna razón el español se bloqueaba pero si hablaba en otro idioma alcanzaba a comunicarles que le avisaran a mi madre que viniera por mí, que no había marcha atrás. Ahí fui ganando la batalla.
Mi casa era ruidosa y con la migraña las conversaciones normales se convertían en una selva infestada de pericos. Todo me daba vueltas. En las primeras ocasiones intenté decirles que hablaran bajito pero nunca me entendieron, que era exagerado, y mientras tanto mi cabeza explotaba así que me refugié en mi cuarto por horas con la luz totalmente apagada. Fui haciendo un método. Luego de llenar baldes de vómito aprendí que lo mejor era no comer absolutamente nada y amanecer hasta el siguiente día. Tal vez vomitar algo de agua pero nada de sólidos. No discutir, estar en silencio, serenarme. La noche mata a la migraña.
Avena en sobre Quaker con agua era lo único que podía aceptar mi estómago al día siguiente y luego, para agarrar confianza, algo de pizza.
“No me va a dar, ya no me va a dar”, se me quitaba la pena en el salón y me envolvía con el suéter. “- ¿Qué tiene?
– Le está dando migraña.” Igual en el receso, me sentaba y me cubría. Usaba el método diciéndome de forma agresiva que no me iba a dar, superé mi miedo y lo convertí en coraje hasta que lo empecé a lograr.
– Ya casi no te da migraña verdad?
– No, ya no me da nunca.
– ¿Dejaste de comer chocolates o cómo le hiciste?
– No, decidí que no me iba a dar migraña nunca más.
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