Cuando se hartó de recibir a pendejos como yo, se puso la chamarra beige que parecía su segunda piel, agarró su última cajetilla de cigarros, salió de su casa y no volvió nunca. Un señor que vende elotes lo encontró dos semanas después, en el lecho de un río hacia el sur de la ciudad. Estaba sentado en una piedra, debajo de un árbol, recargado contra un tronco. El señor que vende elotes, en una nota roja que sospecho, hubiera disfrutado de leer, declaró que lo había visto ahí durante toda la semana, pero que no se lo imaginaba muerto, que incluso tenía la impresión de haberlo visto acomodarse y que por eso se le había figurado un viejito descansando.
La fotografía lo muestra con un gesto distante, un muñeco de ojos abiertos con el indicio de una sonrisita a punto de emerger. Manos sobre las rodillas. Boca entreabierta. Una libreta taquigráfica en una mano. Cero alcohol en su sangre, ningún indicio de que fuera un suicidio.
Es duro crecer en este país, de cualquier modo. Es especialmente kafkiano crecer amando la literatura y francamente mesiánico, hacerlo con la convicción de dedicarle la vida. Los estereotipos por los que un aspirante a, digamos, publicar su obra literaria y sobrevivir del oficio dibujan dos circunstancias escalofriantes: que en general la sociedad ignora la valía de que sus tejidos produzcan escritores, resumiéndolos a una especie parasitaria que se encuentra ahí para llenar las sillas de los cafés pretendidamente bohemios, para caer de borrachos en algún bar, sin dinero para pagar la cuenta; no hay valor de producción en su obra, no hay vertiente explotable, ni método para formalizar su mercado.